Exilio cósmico. Víctor Del Río.

Exilio cósmico.

Víctor del Río

 

Las primeras editoriales dedicadas en exclusiva a la literatura de consumo masivo y de edición barata que conocemos bajo el nombre de pulps, como King Features o Standard Magazines, ambas estadounidenses, son el resultado de un proceso que se remontaría al siglo XIX y que continúa en el XXI. Ese proceso de especialización no resulta obvio. Es una consecuencia específica de la cultura de masas en su evolución y, si nos remitimos a sus orígenes, muestra la presencia de ciertas trazas de la ficción en el flujo de narrativas periodísticas, asociadas al folletín, en cuyos canales circulan los primeros productos de la ciencia ficción. La convivencia de la crónica social, los pasatiempos, las tiras cómicas y las entregas por capítulos de novelas en los periódicos desde el siglo XIX constituyen en su conjunto, como periferia de lo informativo, el síntoma de una convivencia programática de los relatos presuntamente veraces y las mitologías contemporáneas. El vínculo de la publicación periódica y el tráfico de la información es parte del gran núcleo mediático que se despliega más tarde en las fórmulas de especialización subcultural que hoy, con la ventaja de una distancia histórica, consideramos de serie b.

Los personajes, máquinas y escenarios que muestran las portadas de las publicaciones como Startling Stories, una de las colecciones de Standard Magazines, forman parte de una iconografía de la ciencia ficción cuyas variantes parecen inagotables. En esas imágenes encontramos una serie de reflejos de experiencias contemporáneas y casi cotidianas que, sin embargo, retienen un eco del asombro provocado por las tecnologías. Se trataría de vivencias que resultan extraordinarias y comunes al mismo tiempo porque se ha convertido en habitual lo que en términos históricos es radicalmente insólito. De este modo, la permanente expectativa de lo noticioso, de lo que la crónica periodística relata como posible cambio del rumbo de la historia, convive con la incertidumbre de un advenimiento futuro encabalgado sobre la premisa de un progreso desbocado de la tecnología que dará lugar a estas ficciones.

Pero, ¿qué tipo de sensaciones activa esa nueva estética futurista? El hecho de volar en aparatos cuyo tonelaje hace impensable la elevación sobre el suelo, el paisaje vertical de los rascacielos, el desbordamiento de la escala de algunas máquinas, su condición indescifrable para la mayoría de los profanos, los resultados insospechados de una medicina temeraria… todas ellas son experiencias sentidas colectivamente que forman parte de la conciencia de habitar un mundo en constante mutación, diferente al de nuestros antepasados. Sentimos, en efecto, tal vez de modo intuitivo, pero con persistencia cotidiana, esa relación de cercanía con los monstruos creados por un ingenio enfermizo y romántico que parece a todas luces haber arruinado el sueño de la razón. Sentimos el vapor de esa profecía steampunk que nació con las revoluciones industriales, aquellas que provocarían otras revoluciones, esta vez de orden político. En la herencia romántica de aquellos artefactos creados en el seno de lo que entonces se denominaba filosofía natural también estaba el origen de un género literario, la ciencia ficción, que rápidamente pasaría al cine, y más tarde a las demás formas de producción de imaginarios durante el siglo XX. Así, al subir a un avión, con todos sus rituales de despojamiento que advierten del riesgo de que pueda provocarse intencionadamente la catástrofe que merodea alrededor cualquier producto de la tecnología, recordamos que, no hace tanto, el viaje por el aire de cientos de personas en un mismo aparato hubiera sido un sueño futurista. Y en esa conciencia queda el poso de un terror atávico y de una incertidumbre sobre los destinos humanos en manos de sus propias creaciones, o sobre el carácter autodestructivo del hecho de concebir máquinas y engendros. Los mitos prometeicos y pigmaliónicos, apenas enmascarados, subyacen allí, en la nueva imaginación tecnológica, y adoptan formas expresivas que se recombinan continuamente. Es esta, a fin de cuentas, una variante de lo siniestro, una modalidad contemporánea inoculada en nuestra relación con la tecnología, familiar y extraña al tiempo, que podría suscitar una nueva forma de entender un género tan peculiar y específico de nuestro mundo como la ciencia ficción. No sorprende por ello que las fantasías futuristas se dispararan en el contexto pre y postbélico del siglo XX, pero sí sorprende su riqueza iconográfica y su proliferación incansable hasta nuestros días, y no deja de ser motivo de asombro el pliegue estético que el retrofuturismo provoca en nuestro presente.

De modo paradigmático y alegórico, como solo los subgéneros artísticos y literarios pueden sugerir, esa experiencia íntima de lo contemporáneo habita en la extraña ingenuidad estética con la que hoy se nos presentan las portadas de las novelas baratas de ciencia ficción y los productos de serie b del siglo XX. Por ello, los miedos se manifiestan en una iconografía llena de relatos en los que las variaciones se recortan sobre una serie de constantes que marcan las obsesiones profundas acerca de ese futuro que nunca tendrá lugar, pero que gravita como amenaza indeterminada. El consumo de estas publicaciones, que ya desde los años 30 se hace muy popular, va acompañado de una literatura épica también integrada en los títulos, en la evocación de palabras que producen un inconfundible vértigo: espacio, planeta, mundo, cerebro, abismo…

Lorena Amorós compila estas imágenes intercambiando a su vez los títulos y las iconografías que, como partículas en suspensión, provienen de un imaginario retrofuturista. Parece con ello recolectar los síntomas, las variaciones de los arquetipos que la ciencia ficción suscita en la imaginación artística y literaria. Rehace meticulosamente en dibujos a grafito estas escenas eligiendo aquellas que contienen la ambigüedad de los modelos portadores del flujo constante y variado de esta combinatoria profética. Este sencillo procedimiento se convierte en una estrategia serial en la que se recoge el aluvión de retóricas instaladas en el género. En su formato cristalizado y analítico, estos dibujos recrean patrones recurrentes que denotan una función en la cultura contemporánea que no ha sido totalmente descifrada, una estética cuya paradoja temporal permanece activa cuando se revisan hoy las imágenes de hace más de medio siglo que se proyectaban entonces hacia un futuro que es nuestro presente o nuestro pasado inmediato. Como si fuéramos los destinatarios últimos de aquellas fantasías, la proliferación de alusiones a escenarios inquietantes, el desfase de las cronologías en las que se ambientaban aquellas epopeyas, que quedan para nosotros en muchos casos superadas, no deja de tener, en su vaga potencialidad profética, algún tipo de acierto. El resultado de ese laborioso ejercicio de reconstrucción llevado a cabo en la obra de Amorós es, entonces, el muestreo de los tropos ambientales y de las escenas prefiguradas en un nuevo universo mitológico. Es, en definitiva, el registro iconográfico de la inagotable producción de historias que activaron las space opera y las novelas pulp. Historias destinadas en muchos casos a ser leídas en los trayectos urbanos con los que se cubrían las distancias entre los hogares de ciudadanos anónimos y sus trabajos. Esos polos dialécticos de la alienación, el hogar y la oficina o la fábrica, son parte del diapasón con el que la máquina concierta el movimiento urbano para el que se demanda un antídoto en el orden de lo imaginario, como si el trayecto suburbano fuera compensado por el viaje espacial que se describía en aquellas páginas cubiertas por las portadas exaltadas de las novelas compradas en los quioscos.

El dibujo de Lorena Amorós que lleva el rótulo de la mítica revista americana, Startling Stories, es en realidad una imagen rescatada de la película de 1962, The brain that wouldn´t die, que reúne toda la carga involuntariamente paródica del género. En la imagen reconstruida, la portada se convierte en emblema de otra cosa, pero, en consonancia con el argumento delirante de la película, lo que vemos es una cabeza de mujer que está siendo objeto de un experimento relacionado con la extracción y supervivencia del cerebro fuera del cuerpo, experimento del que ella, la cabeza, es consciente porque unos cables todavía ligan el órgano a su cráneo vaciado y a su rostro. Casi de modo metafórico, al ser recontextualizada, esta imagen suspende el papel de lo femenino en un lugar muy diferente al que le asignara el propio argumento de la película, de igual modo que ocurriría con las escenas de Earle K. Bergey, el dibujante de buena parte de las portadas de la Startling Stories original en los años 40. En las portadas de Bergey y de tantos otros dibujantes, también de los que desarrollaron este género en el cómic, las figuras femeninas eran presentadas como pin ups en apuros, semidesnudas o con ropa ajustada, siendo rescatadas de la catástrofe tecnológica o la invasión alienígena por hombres que portan armas láser. El imaginario de la ciencia ficción es en apariencia fundacionalmente masculino. Sin embargo, la obra de Lorena Amorós incorpora la compleja trama de estas transmutaciones de los significantes que reconduce el proyecto hacia nuevos referentes. De ellos, el más explícito será The Brain of the Planet, título de una de las exposiciones parciales de esta serie de 100 dibujos, que alude a la obra de Lilith Lorraine, la escritora estadounidense que imaginara utopías socialistas en contra de las rutinas del género. Según Lorena Amorós: “El proyecto artístico The Brain Of The Planet, se enmarca en la investigación que llevo desarrollando en los últimos años sobre la incidencia del género de la Ciencia Ficción y los productos de serie B en la cultura contemporánea. El título de este proyecto hace referencia a la obra homónima, publicada en 1929, de Lilith Lorraine, uno de los seudónimos de la escritora Mary Maud Wright (1894–1967, Corpus Christi, Texas), pionera de la Ciencia Ficción. En esta obra, Lorraine trató de imaginar tiempos mejores, preocupándose por cómo experimentaríamos el futuro. Por tanto, si en The Brain Of The Planet, Lilith Lorraine volcó sus ideas feministas imaginando utopías en las que la tecnología transformaba el mundo, mi intención en este proyecto es sumergir al espectador en un escenario ficcional e invasivo que reivindique imaginarios femeninos que permanecen anclados en axiomas masculinos”.

Lorraine llegó a escribir con hasta tres pseudónimos masculinos diferentes para poder cobrar honorarios equivalentes a los de sus colegas hombres, de modo que una parte de su obra seguramente está oculta en la abundante producción del momento bajo esos nombres. Pero el planteamiento ideológico de Lorraine en The Brain of the Planet, es un rasgo peculiar en su época, no tanto por la orientación utópica y moralista del relato, sino por ofrecer una alternativa reconciliatoria con la tecnología en tanto que esta aparece como una vía de mejora de las condiciones de la vida colectiva en clave socialista. En general, en la obra de Lorraine el factor feminista de su planteamiento reside en que, para que esta alianza tenga lugar, la tecnología ha de ser un instrumento del gobierno de las mujeres. En la polaridad de las alienaciones entre el hogar y el trabajo, el campo de batalla será la lucha por una cotidianeidad que supere el factor de íntima dominación inscrito en el programa de las máquinas.

En el lugar de esos intervalos de supuesto erotismo infiltrado en la nueva iconografía por la imaginación masculina, Amorós rescata el halo profético y alegórico del que formalmente son portadoras estas obras de edición barata y de serie b con el que se producen estas entregas regulares de la literatura y el comic. El tratamiento pormenorizado en el dibujo de las distintas piezas de la serie recoge sutilmente las huellas de unos sistemas de impresión y un estilo del dibujo que vienen condicionados por sus circuitos editoriales de distribución masiva. El propio encuadre forzado de las escenas en las que las máquinas o las criaturas se disponen en primeros planos o en visiones oblicuas para impactar una mayor superficie de la portada, es parte de una retórica gráfica que remite al contexto de edición para el que fueron ideadas esas imágenes. Lo mismo podría decirse de los planos-detalle con trasfondos abismales, o de los objetos autopropulsados que vemos en un picado diagonal mientras se elevan al espacio. La línea y la mancha, del mismo modo, replican una superficie creada para la identificación nítida de esas formas humanoides, o para la definición de los volúmenes de unos objetos que tienen la función de sugerir un parentesco con las tecnologías existentes que los lectores de esas publicaciones reconocían vagamente. Por ello, son las escenas y sus títulos cargados de una exaltación algo ingenua los que permitirían hoy reconstruir una dimensión distópica asociada a aquel pasado que imaginaba su futuro. Un futuro ahora desubicado y connotado por sus mitos. Tanto las revistas ilustradas como las space opera son aquí materiales restituidos a un proceso de reflexión que activa estas claves paradójicas de la temporalidad contemporánea. Vemos nuestros miedos a través de esas formas asociadas al cúmulo de traumas subyacentes: la maquinaria y la guerra, las máscaras de lo otro como alienígena, la amenaza del colapso total, la tensión autodestructiva de un siglo XX profundamente herido. Mediante una técnica regular y sistematizada, los iconos de ese mundo se recuperan como ejemplares organizados taxonómicamente de aquellas pulsiones imaginarias. En el nuevo formato, alineados como instalación que rodea al espectador, los dibujos de Lorena Amorós actúan como un retablo horizontal por el que cruza la sombra de Lilith Lorraine y de otras guionistas, dibujantes y escritoras que de modo menos visible contribuyeron al género de la ciencia ficción. Las imágenes de aquellas portadas, que preludiaban historias sobre la lucha por superar el ínfimo papel de lo humano en un cosmos habitado por otras criaturas, liberan ahora en su nuevo contexto, una suerte de inconsciente vínculo con experiencias de nuestro presente. Se constituyen así como signos de la lejanía cósmica, de la soledad y del exilio, a veces voluntario y otras forzado, al que nos someten las sociedades contemporáneas en permanente conflicto con fuerzas naturales y fenómenos del comportamiento colectivo que, a pesar de nuestros esfuerzos y nuestros logros tecnológicos, no conseguimos controlar.

Cosmic exile.

Víctor del Río

 

Among the first publishers devoted solely to mass market literature and cheap editions, which we now refer to as pulp fiction, were King Features and Standard Magazines. Both based in the US, they were the outcome of a process that had begun in the 19th century and even continues now in the 21st. This specialisation process is not as straightforward as it may seem. It is a specific consequence of the evolution of mass culture, and if we hark back to its origins, it reveals the presence of certain elements of fiction in the flow of press narratives associated with serials, with these channels catering for the first examples of science fiction. The confluence of gossip columns, puzzles, comic strips and the serialisation of novels in newspapers from the 19th century onwards generally constitute, on the periphery of the news, the sign of a programmatic coexistence of presumably factual stories and contemporary mythologies. The link between a regular publication and the traffic of information is part of the vast media hub that would later be deployed in the paradigms of subcultural specialisation, which today, with the benefit of hindsight, we look upon as second-class.

The characters, machines and scenarios that appear on the covers of publications such as Startling Stories, one of the collections issued by Standard Magazines, are part of the science fiction iconography, with seemingly inexhaustible variants. These images provide a series of reflections of contemporary, almost everyday, experiences that nonetheless retain an echo of the amazement caused by technology. They depict circumstances that are both extraordinary and mundane at the same time because what was once considered incredible and out of the ordinary has become commonplace. Accordingly, the permanent expectations for breaking news, what journalism narrates as a possible change in the course of history, coexist with the uncertainty of a future based on the premise of the unbridled advancement of technology that will bring about these fictions.

Yet what type of feelings are triggered by this new aesthetics of the future? A scenario of flying-machines that are far too heavy to lift off the ground, a vertical landscape of skyscrapers, the mind-boggling size of certain machines, their unfathomable workings for the average layperson, the unimaginable results of daunting medical procedures… all these experiences are collectively felt and part of the awareness of living in a world of constant change, different to the one of our forebears. Indeed, we feel, possibly even intuitively, albeit it on a day-to-basis, that relationship of proximity with the monsters created by a sick yet inspired mind that seems to all intents and purposes to have shattered the dream of reason. We still feel the aftereffects of steampunk, which coincided with the industrial revolution, and which in turn triggered other revolutions, only this time of a political nature. The romantic legacy of those artefacts created within the heart of what was then referred to as natural philosophy also contained the seed of a literary genre, science fiction, which would soon make the transition to cinema, and subsequently to other forms of imaginary output during the 20th century. Thus, when boarding a plane, with all its safety and security rituals that remind us of the risk of unintentionally causing the disaster that surrounds any technological device, we remember that, not so long ago, air travel involving hundreds of people in the same craft would have been a futuristic pipedream. That awareness retains the residue of an atavistic fear and of uncertainty over human destinies in the hands of our own creations or the self-destructive nature of designing machines and monsters. Barely disguised Promethean and Pygmalion myths are present there, in the new technological imagination, and adopt expressive forms that are constantly reshaping themselves. This is, ultimately, a variation on the sinister, a contemporary form of inoculation in our relationship with technology, familiar and distant at the same time, which could prompt a new way of understanding SF as a genre that is so peculiar and so specific to our world. It is therefore no surprise that futuristic fantasies thrive within the 20th century’s pre- and post-war eras, although we may be surprised by their iconographic diversity and their endless proliferation though to the present day, and we can only be amazed by the aesthetic bent that retrofuturism adopts today.

On a paradigmatic and allegorical level, as only artistic and literary subgenres can prompt, that intimate experience of the contemporary dwells in the strange aesthetic naivety that we now observe in the covers of the 20th century’s cheap SF novels and B series output. Accordingly, fears are expressed through an iconography full of stories in which the variations are informed by a series of constants that reflect deep-seated obsessions about a future that will never arrive, but which hovers over us as a vague threat. The consumption of these publications, which became extremely popular from the 1930s onwards, was accompanied by an epic literature that was also reflected in the titles, in the evocation of words that cause an unmistakable sense of vertigo: space, planet, world, brain, abyss…

Lorena Amorós has compiled these images, in turn interchanging the titles and iconographies, which like particles in suspension stem from a retro-futuristic imaginary. She thus appears to address the symptoms, the variations of the archetypes that SF arouses in the artistic and literary imagination. She uses pencil drawings to recreate these scenes, choosing those that reflect the ambiguity of the models bearing the constant and varied flow of this prophetic melange. This simple procedure becomes a serial strategy that features the plethora of rhetorical devices the genre contains. In their crystallised and analytical format, these drawings recreate recurring patterns that denote a role in contemporary culture that has not been fully unravelled, an aesthetics whose temporal paradox remains active when revisiting images that over half a century ago were projected toward a future that is now our present, or even our immediate past. As if we were the ultimate recipients of those fantasies, the myriad allusions to unsettling scenarios, the discrepancies in the chronologies in which those sagas were set, and which in many cases we have now left behind, still retain a smattering of truth in their vague prophetic potency. The laborious task of reconstruction apparent in the work by Amorós is therefore a portrayal of environmental tropes and of pre-imagined scenes in a new mythological universe. It is, in short, an iconographic record of the inexhaustible output of stories that inspired space operas and pulp novels. Stories often written to be read on the daily commute countless faceless citizens made between their homes and their jobs. These dialectical extremes of alienation, between home and the office or factory, are part of the cadence with which the machine orchestrates urban movement that requires an antidote in the sphere of the imaginary, as if the daily commute were offset by the space travel described in those pages bound by the flashy covers of the novels bought at newsagents.

The drawing by Lorena Amorós that is named after the legendary US magazine, Startling Stories, is in fact an image taken from the 1962 movie, The brain that wouldn´t die, which contains the genre’s unwitting parodic load in all its entirety. In the reconstructed image, the cover becomes a symbol of something else, although consistent with the movie’s storyline we see a woman’s head that is being subject to an experiment involving the brain’s removal and its survival outside the body. The woman’s head is aware of what is happening because there are wires still connecting the brain to the empty skull and her face. Almost metaphorically, the re-contextualisation of this image places the female role in a very different context to the one assigned to it by the movie itself, as was the case with the scenes depicted by Earle K. Bergey, who illustrated many of the covers of the original Startling Stories in the 1940s. The covers illustrated by Bergey and by so many other artists, as well as those that appeared in the comic genre, depicted women as pin-ups in distress, semi-naked or with tight clothing, being rescued from the technological disaster or alien invasion by men armed with laser guns. The SF imaginary is, to all intents and purposes, basically a male domain. Nevertheless, the work by Lorena Amorós incorporates the complex fabric of these transmutations of signifiers that redirect the project toward new referents. Among these, the most explicit one is The Brain of the Planet, the name of one of the partial exhibitions of this series of one hundred drawings that alludes to the work by Lilith Lorraine, the US author that imagined socialist utopias that ran against the genre’s routines. According to Lorena Amorós: “The artistic project The Brain of The Planet is rooted in the research I have been conducting in recent years on the impact that the sci-fi genre, B movies and pulp fiction has on contemporary culture”. The project’s name refers to the eponymous work published in 1929, by Lilith Lorraine, one of the pseudonyms of the author Mary Maud Wright (1894–1967, Corpus Christi, Texas), a pioneer in SF. In the novella, Lorraine sought to imagine happier times, focusing on what we would experience in the future. Therefore, whereas in The Brain of The Planet, Lilith Lorraine expressed her feminist ideas by conjuring up utopias in which technology transformed the world, her intention with this project was to submerse the observer in a fictional and invasive scenario for vindicating female imaginaries that remain anchored in male axioms.

Lorraine used as many as three different male pseudonyms in order to earn the same rights as her male peers, which means that it is highly likely that part of her work is concealed within her abundant output at the time under these names. Yet Lorraine’s ideological approach in The Brain of the Planet is an unusual feature of her era, not so much because of the story’s utopian and moralist slant, but instead because it provides a reconciliatory alternative toward technology in that the latter appears as a way of improving collective wellbeing with a socialist undercurrent. Generally speaking, the feminist factor in Lorraine’s oeuvre lies in the fact that the materialisation of this alliance requires technology to be an instrument of women’s governance. In the polarity of the alienations between the home and the workplace, the battlefield will be the struggle for a daily existence that overcomes the factor of intimate domination embedded in a machine’s programming.

In the intervals of supposed eroticism inserted into the new iconography by the male imagination, Amorós salvages the prophetic and allegorical halos worn by these cheap editions and B-movies with their regular issues of literature and comics. The detailed depiction of the different pictures in the series subtly reflects the hallmarks of printing systems and an illustrative style that are conditioned by their mass-market publishing circuits. The actual forced framing of the cover scenes in which the machines or the creatures are arranged in the foreground or in oblique perspectives for occupying a greater area is part of a graphic rhetoric that is reminiscent of the medium for which these images were produced. The same could be said for the detailed close-ups with sweeping backgrounds, or the self-propelled craft we can see rising diagonally across the picture on their journey into space. The line and the blotches likewise replicate a surface created for the precise identification of these humanoid forms, or for the definition of the dimensions of objects whose purpose is to suggest a kinship with existing technologies that were vaguely familiar to the readers of these publications. The scenes and the titles charged with a somewhat naïve excitement are therefore the ones that today enable us to reconstruct a dystopian dimension linked to a past that imagined its future. A future now displaced and connotated by its myths. Both the illustrated magazines and the space operas here are materials restored to a reflective process that activate these paradoxical codes of contemporary temporality. We contemplate our fears through these forms associated with the cluster of underlying traumas: machinery and war, the masks of the other as an alien, the threat of total collapse, and the self-destructive tension of a profoundly damaged 20th century. By means of a regular and systemised technique, this world’s icons are recovered as taxonomically organised examples of those imaginary drivers. In the new format, aligned as an installation that surrounds the observer, the drawings by Lorena Amorós act as a horizontal tableau bathed by the shadows of Lilith Lorraine and other scriptwriters, illustrators and authors, who in a less visible manner contributed to the SF genre. Now within their new context, the images of those covers, which introduced stories on the struggle to accept the negligible role that humanity plays in a cosmos inhabited by other beings, release a kind of unconscious link to present-day experiences. They thus become signs of a cosmic remoteness, of loneliness and exile, sometimes voluntary and at others forced, to which we are subjected by today’s societies in permanent conflict with natural forces and phenomena of collective behaviour, which despite our efforts and our technological achievements we are unable to control.